La energía de la tierra por años contenida,
ya no cabía en sus entrañas, era tanta que pujaba.
Pujó, pujó y parió destrucción descontrolada,
por una brecha que abrió entre placas tectónicas
en el sur del mundo entre mar bravío y cordillera altiva.
Se liberó una vez más.
Sí, se liberó y se paseó por Chile como bestia reprimida.
Asolando la noche tranquila,
destruyendo voluntades y esperanzas,
arrasando en el campo las mieses que doraban
y en el mar tragando redes recolectoras del sustento diario.
Se liberó otra vez.
Sí, se liberó y recorrió caminos conocidos,
destruyendo estructuras viejas de adobes y maderos
carcomidos por los años y el tiempo de la historia,
que había olvidado derribar en su pretérita visita,
y también inclinando torres de cemento, sudor y acero
erigidas desafiando al cielo cual débiles Babel.
Luego se envolvió en manto de oscuridad para segar vidas
con implacable guadaña destructora.
Y la tierra se sacudió.
Y la noche con luna creciente, casi llena,
fue cómplice de las fuerzas desatadas
que arrasaron implacables con el fruto
de cuerpos cansados que dormían,
y las ilusiones pintadas con colores futuristas
de inquietos espíritus nuevos que soñaban.
Desde más allá de los límites marcados por los ríos,
Mapocho por el norte y Biobío por el sur,
en madrugada sabatina de 27 de febrero,
mes aún vestido con ropas veraniegas y color de vacaciones,
se sintió el ondular crepitante de la tierra
y la furia irascible de las olas.
Y el mar se encabritó.
Y la aguas recogidas se alzaron en olas destructoras,
hambrientas de pueblos costeros
que se reponían del sueño interrumpido por las sacudidas
que produjo el iracundo enojo de la tierra.
Y ávidas cual gárgolas coléricas se esparcieron por las playas
cobrando el tributo por la pesca y el trabajo de una vida.
Engullendo casas, lanchas, botes, redes,
fábricas, usinas, plazas, parques y años de construir hogares.
Y como hydra iracunda, de mil cabezas,
arrastrando a sus entrañas cuerpos plenos de vigor.
Y la naturaleza se enojó.
Se enojó y siguió sacudiendo campos y ciudades,
asolando todo con saña desatada.
Derrumbando escuelas y jardines infantiles.
No respetó iglesias ni hospitales.
Arrastró, ciega, autos caros y pobres carretas;
mansiones con jardines y viviendas proletarias.
No discriminó, fue democrática. ¿Acaso fue justa?
Se ensaño y le quitó al rico y al pobre por igual.
Y brotaron alimañas.
Sí, de entre los escombros y lamentos brotaron alimañas,
que al igual que buitres hambrientos se regocijaron
en la destruida propiedad ajena
y como vampiros sedientos bebieron
de la sangre magullada del hermano.
Brotaron de las grietas de la tierra y de las rendijas sociales,
cubriendo con una mancha de tinta oscura
las blancas páginas escritas por un pueblo sufrido y laborioso.
Sí, de entre los escombros y lamentos brotaron alimañas,
que al igual que buitres hambrientos se regocijaron
en la destruida propiedad ajena
y como vampiros sedientos bebieron
de la sangre magullada del hermano.
Brotaron de las grietas de la tierra y de las rendijas sociales,
cubriendo con una mancha de tinta oscura
las blancas páginas escritas por un pueblo sufrido y laborioso.
Y renació la esperanza.
Sí, renació la esperanza, y pronta renació la esperanza.
Desde los extremos geográficos del largo país
y desde los extremos sociales y políticos del angosto país,
surgió un grito de unión y un llamado solidario.
Todos olvidaron diferencias, todos cooperaron y todos trabajaron.
Y al unísono con el temblar de la tierra latieron corazones.
Y hoy la destrucción deja pasos a cimientos más firmes
y estructuras tejidas con buen acero y normas respetadas,
que puedan resistir, en dos o tres décadas más,
el próximo aborto de la furia que contengan las entrañas de la tierra.
Sí, renació la esperanza, y pronta renació la esperanza.
Desde los extremos geográficos del largo país
y desde los extremos sociales y políticos del angosto país,
surgió un grito de unión y un llamado solidario.
Todos olvidaron diferencias, todos cooperaron y todos trabajaron.
Y al unísono con el temblar de la tierra latieron corazones.
Y hoy la destrucción deja pasos a cimientos más firmes
y estructuras tejidas con buen acero y normas respetadas,
que puedan resistir, en dos o tres décadas más,
el próximo aborto de la furia que contengan las entrañas de la tierra.