Esa
maldita… ¡Esa maldita enfermedad!
Esa
que un griego, pensando en poesía la llamó melancolía,
y
un siquiatra inglés la cambió por
depresión,
esa
que yo, que no soy griego ni inglés,
prefiero
llamarla condición.
Condición
que vino contigo y que sólo contigo se irá;
esa
que de repente es hermosa brisa apacible
y
en el cambio de luna es tempestad.
Y
sin embargo, en la una o en la otra,
de
tu pluma brotan las semillas que escondes en tu alma,
germinan
en prosa y poesía,
y
en la pantalla o el papel se transforman en árboles;
algunos
son naranjos en flor,
otros
sauces que lloran,
un
álamo altivo y desafiante o un apacible jacarandá;
muchos
con frutos de piel tersa, y exquisitos
y
otros de ácidas bayas cargadas con zumo de dolor.
Y
sin embargo a pesar de muchos,
en
contra de otros tantos,
pero
a la vista de todos,
de
ti, mujer, me enamoré.
Y
enfermé de amor por ti.
Y escribí un libro con letras
verdaderas
extraídas de los más profundos abismos de mi ser.
Pero… llegó el momento de irte.
Más
de alguien presumía que tenía que llegar,
incluso
yo lo presentía…
Y
te fuiste, con un beso, un no me llames,
y
un: yo te llamo cuando pueda.
Te
fuiste… ¿Dónde estás?
Hasta
hoy, llamarte, no me animo;
y
me doy cuenta que: el cuándo no has podido.
Hoy,
lejos, debes estar llorando o sonriendo triste,
escribiendo
palabras dulces de días claros
o
amargas de días oscuros con nubarrones de tormenta.
Pero
igual te… ¡Igual te quiero!
Sí…
en silencio y en distancia te sigo amando,
y
de repente sin proponérmelo o darme cuenta,
de
mi pluma brota una lágrima por mí,
y
también muchas veces pinta sonrisas para ti.
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