Caminas,
buscando letras,
piensas
e inventas palabras,
sientes
versos que nacen inconscientes
y
escribes con pluma de aire, poemas en tu memoria.
De
madrugada juntas palabras
que
en manada las arreas por la mañana.
Las
encierras en reglones dispersos
sin
sentido al mediodía.
Durante
la tarde las seleccionas
según
forma, tamaño, sonido y color.
Al
crepúsculo las ordenas
en
una fila de preferencias.
Y
durante la noche, con luna clara,
llovizna,
o torrente de nubes negras,
con
tu teclado manchado de vino y ron,
con
tu copa compañera de buen cabernet;
y
con la presencia ausente de esa musa
que
te observa desde el retrato presente,
una
por una vas buscando congruencia
y
unes tu caudal de palabras dispersas
con
lonjas de piel e hilos de sentimiento.
Juegas
haciendo combinaciones con ellas,
le
cantas a los tropiezos y situaciones
que
entretejieron el día aciago o de felicidad.
Escribes
rondas de niños,
sonetos
para las madres,
poemas
de amor sincero,
romanceros
para adolescentes,
cartas
de despedida,
epitafios
para el mármol
y también
algunas letras sin sentido
para
que las cataloguen de sublimes…
algunos
críticos literarios.
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