Buscando caminos
perdidos en el laberinto de mis tiempos,
cuando ya
desfallecía y la veleta no señalaba rumbos
y ni siquiera
encontraba la ruta de una brisa extraviada,
encontré un
sendero nuevo que me incitó a seguir.
Era una huella
angosta que luego se fue ensanchando
hasta
transformarse en un entramado de caminos,
esparcidos en una
gran extensión que latía con un solo corazón.
Y no sé si fue
locura, extravío o un resto de cordura,
lo que apuró mi
paso para entrar con un poco de temor por esa red
y recorrer esas
sendas nuevas con todos sus atajos y cientos de desvíos.
Cada sendero
tenía su propio color, sus altibajos, lomajes y llanuras
y aun así, con
diferencias, todos tenían el mismo olor.
En parajes
corrían riachuelos que buscaban algo especial,
en otros crecían
espigas que no eran doradas…
¡Eran color
azabache intenso!
Largas y sedosas
en tierras altas y ensortijadas en tierras bajas.
Otros trepaban
montes y como volcanes en la cima estallaban
donde los
senderos producían miel que invitaban al viajero libar.
Muchos se perdían en bajíos profundos buscando
humedad
y renacían en
planicies que animaban al pasajero avanzar.
Voy recorriendo
esos senderos sin importar cuan largos son,
porque revivieron
sueños truncos y le dieron bríos a mis manos exhaustas.
Y no me voy a arrepentir de entrar, correr, bañarme en
aguas tranquilas;
libar miel de los
montes, enredarme en espigas morenas;
deslizarme por
dunas suaves, hundirme en profundidades;
renacer en
remansos extensos y apagar la sed con agua fresca.
Quiero seguir
corriendo y viviendo por esas sensaciones
nuevas
y hasta morir y
revivir quisiera en esos caminos,
que dibujan
arabescos en la blanca geografía de tu piel.
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