Ellas son hermanas, muy buenas hermanas de
sangre y de piel, parecen mellizas y por supuesto que lo son, nacieron el mismo
día a la misma hora.
Son iguales, una un poquito más alta y la
distingue un lunar, la otra en apariencia es más menuda, pero tiene un… no sé
qué que llama la atención. En todo lo demás y en hermosura parecen gemelas. Una
siempre se sitúa a la izquierda, la otra a la derecha y nada saben de política,
aunque de repente por su actitud parecen guerrilleras.
Hoy ya han cumplido algunos años de edad y muchos ciclos lunares; según el tiempo que
pasa ellas han ido cambiando, pero cada día, ambas lucen más bellas que el día
anterior.
En este tiempo de hoy anda un intruso que vino
de lejos transitando por caminos de letras, dibujados desde no sé dónde hasta
tierras vascas. Busca una Lamia, una Lamia soñada en la distancia de un lugar
escondido en el sur, entre altas montañas nevadas y olas encrespadas de un
bravío mar.
En primavera entre alondras y cigüeñas,
buscando a la Lamia soñada, encontró a las hermanas en un remanso del Ebro y
entre risas y cantos con ellas se puso a jugar.
—¿Cómo se llaman? —preguntó el caminante.
—¡No tenemos nombre! —al unísono se lamentaron
las dos.
—¿No tienen nombre? —se extrañó el visitante —Yo les daré uno.
Ellas se miraron confundidas y cara de
pregunta.
—Tú serás Rosalía y tú María, desde hoy en
adelante y mientras yo esté aquí, así se llamarán —afirmó él, indicando a cada
una el nombre de cada cual.
Ellas luciendo su tersa blancura vibraron y
saltaron contentas, palpitando como dos volcanes.
En noches oscuras, en días de lluvia, a la luz
del sol, bajo terciopelo de luna, incluso en fantasmagóricas penumbras, Rosalía y María risueñas con el
intruso atrevido, con pudor fingido se dejan querer.
Entre ambas pareciera que no hay rencores ni
mezquindades, sólo sana competencia por ser la más intrigante, la más sutil, la
más tentadora, incluso la más atrevida;
en una palabra ser la mejor.
El intruso que además se ufana de ser poeta les
promete serenatas al atardecer, romances a la luz de la luna y requiebros al
amanecer.
Ambas en todo momento quieren, juntas, con él
ir a jugar; lo esperan erguidas, una moviendo el lunar y la otra vibrando al
compás, ambas resaltando el color de su piel se muestran dispuestas a compartir
el cariño de aquél, pero sin celos y sin llegar a pelear.
Él las trata por igual, a sus ojos no hay
distinciones, pero pareciera que si el juego pide besar, sus labios ansiosos
buscan la blanca piel de aquella que tiene
un lunar.
Ellas bien saben que cuando el poeta con ellas
se pone a jugar es porque va en busca de la fuente especial que está escondida
entre altas espigas color de la noche, en un valle muy cerca de allí, y que a
pesar de lo cerca que están no lo conocen, puesto que ellas están arraigadas al
lugar que nacieron.
Rosalía y María preguntan cómo es la fuente y
que es lo que mana de ella, él extasiado sin dejar de acariciarlas y también
besarlas les dice: Yo sé cómo pueden conocerla si quieren las complazco y ahora
mismo las llevaré.
—¡Vamos!
—A una voz responden las dos.
Ya estamos aquí, mírense en ese
espejo de agua, allí están ustedes, juntas las dos, una a la izquierda,
la otra a la derecha prácticamente al mismo nivel y más abajo verán el valle
poblado de espigas oscuras que cubren celosas la fuente de amor que
trastorna a este errante viajero.
—¿Y dónde está ese valle y dónde nosotras? ¿En
qué país? ¿En qué continente? Por favor, dinos dónde está.
Pues ustedes, la fuente y el valle están en un
gran país y en el mejor continente, están en el cuerpo de Lamia, mi Lamia
querida, la Lamia que encontré en la
ribera del río, aquella noche en el mismo momento que a ustedes conocí y
recuerden en el tiempo que fue un poeta errante y enamorado de esta Lamia hermosa
que ustedes adornan, él que como hombre las bautizo en Nochebuena llamándolas
Rosalía y María. Pero sepan que el poeta sólo las bautizó porque sus
nombres la misma Lamia los eligió.
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