miércoles, septiembre 27, 2006

Estampa patagónica

Vicente Herrera Márquez

Vestido con piel de tehuelche,
el guanaco en lo alto del cerro
vigilante escudriña la inmensidad.
Un aguilucho, como saeta, cae en picada,
de nada sirve, el tucu-tucu ya se escondió.
Un ñandú macho en cortejo bate sus alas,
sacudiendo el viento con sus plumeros.
Una piche cava en tierra, su guarida para parir.
Una bandada de corraleras aletea sobre el arreo,
que ovejeros y perros van empujando,
para ganar en carrera hasta la estación
a la nube de polvo que va detrás.
Flecha de avutardas vuela hacia el norte,
un remolino, cono invertido, dibuja el cielo.

Cientos de aves, enormes, de cobre y fierro,
balancean su cuerpo, como los chorlos para comer.
Gusanos fríos, sin cuero, sin pelos ni plumas,
con dientes de diamante, ávidos de profundidad
desde torres trepanan, del indio, la historia,
buscando, de la roca, en el fondo viscosidad,
que para el hombre es la energía para vivir.
En cambio el guanaco, el ñandú, la mara,
el espino, el molle y la mata negra;
el zorro, el piche, el tucu-tucu y la bandurria;
el coirón, el algarrobo y el calafate;
el aguilucho, el carancho, las avutardas y la perdiz;
el tero, el chorlo, las corraleras y los pichones,
no necesitan de la tierra su sangre negra y espesa,

solamente de Patagonia pueden vivir.

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