Con el frio de la
noche cuando agosto alarga las calles,
vagan versos
dispersos en busca de un autor para conversar un café.
Mientras en un
rincón del bar frente a una copa con su botella vacía,
un aprendiz de
poeta con las manos cubiertas de lívida inercia,
posadas sobre el teclado de un viejo computador,
rumia la mala
suerte y la escasez de letras en el almacén del alma.
Cuando aprendiz y
versos, entre los humos y niebla se
divisan,
sienten atracción
mutua, se miran con avidez y morbo desesperado.
Hay que llegar a
un acuerdo.
El teclado pondrá
las letras y el aprendiz dirá dónde van los signos de puntuación.
La inspiración
dictará las palabras que teclado y aprendiz darán forma de verso,
y si la oración
lo amerita, optaran por escribir en prosa.
Entre todos en
concubinato escribirán del frio, del invierno y
las estalactitas del alma.
Del viejo que
arrastrando una pierna, en una esquina muere en la escarcha
porque no alcanzó
a llegar al albergue donde había fuego y café.
Del niño de
pómulos rojos que busca fuego para entibiar un manojo de esperanzas,
que entumecidas,
guarda bajo el brazo cubierto con harapos de tela mojada.
De aquella mujer
con vestimenta indefinida que en un rincón agazapada
dibuja tras sus
parpados cerrados algún juego de niños, que quedaron en el tiempo.
Y de los amantes
que se besan entre las paredes de un laberinto sin puertas,
mientras
escudriñan en sus ojos, horizontes lejanos y umbríos que no tienen destino,
dejando escapar
sendas lágrimas que van marcando las mejillas con un camino de olvido.
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