El tiempo es un arlequín que juega con los
sentidos y las percepciones sensoriales del poeta, que viaja en el viento
siguiendo el rumbo que marca la veleta construida con punteros de reloj.
Lejos, cerca, a un costado, al otro lado; en la
cima o en sima; en algún lugar del mundo que se mueve al ritmo del tic tac
acompasado, está el destino cierto del poeta enamorado.
Alguien allí
lo está esperando en una
primavera boreal dibujando nubes con olor a almendras o en un otoño
austral coloreando con pinceles de arrebol las hojas otoñales del liquidámbar.
Ella espera mientras dibuja en una hoja de su
cuaderno una esfera bordeada de horas, minutos y segundos, y un cuadrante
digital con números, que aunque pasan veloces, marchan con suma lentitud.
El tiempo cómplice y amigo del inicio del viaje
se va transformando en enemigo, cuando el camino largo se hace más largo y el
reloj no apura el tranco, durmiéndose entre meridianos con su compás cansino y lerdo.
Mientras el poeta ansioso escribe, habla, clama
y grita en el viento:
¡Reloj, no hagas lento el tiempo de mi
calendario apurado, porque ese tiempo es mío e insensible me lo estás quitando!
Y a ti, mujer te pido que mientras llego
continúes perfumando con almendras la primavera y coloreando el otoño en las
hojas del liquidámbar, porque pronto estaré a tu lado para escribir con letras
claras y grandes que:
Tú eres mi tiempo
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